sábado, 29 de junio de 2013

La vida perdida del escritor


Su nombre, como dijo Luis Alberto,
es el de todas las mujeres,
y por eso poco importa. 

Su olor, el de cualquiera. 
Sus manos, finas. 
Sus ojos, luces apagadas
que aún tiemblan sobre el Ródano.

Se hace la dormida. A estas horas.
En su habitación. En la ge ciento y pico.
Hace que duerme
mientras la espío a mi manera, 
sin espiarla.

Ella no sabe que la escribo. Nunca lo sabrá.
Ni sabrá que esta tarde
la he mirado con todo mi cuerpo
y le he dado las gracias
(no por sostenerme la puerta
como ella cree sino) 
por ser, o por estar, 
que en nuestro parco francés
viene a ser lo mismo. 

Veo sus piernas fabulosas, 
sus amables brazos rodeando el aire.
Veo sus solidarios labios buscando el sueño,
su gentil cadera subiendo las treinta y dos escaleras
y cruzando, 
como se han de cruzar los océanos,
el umbral de la puerta que lleva a mi pasillo,
a ese en el que se encuentra mi habitación y, 
por suerte y por desgracia,
la suya también.

No sabe que la escribo. Ni que le escribo.
Ni que esta tarde la he mirado 
con los ojos de todos los hombres,
ni que desde aquí, desde mi habitación, 
hago que la despierto
y que la miro y que la arropo. 
Sin hacerlo, claro, a mi manera, 
con estas formas de fingidor
y seductor privado. 
Con mi íntima y secreta valentía.

Quizás deba ir y pedirle sal. 
O mucho mejor,
hacer como que voy 
y le pido un abrazo 
o un beso o hacernos el amor
y ella me dice que sí.

Hacer como que me dice que sí 
y que con los golpes, 
con ese ruido tan nuestro, 
despertamos a toda la residencia.

Podría esperarla en el pasillo.
Meterle una nota por debajo de la puerta. 
Escribirle algo bonito y ponérselo en el buzón.
Podría hacer todo eso y mucho más, pero no.
Como siempre, voy a quedarme aquí,
dejando que el tiempo haga su trabajo
y esperando que, por una sola vez, 
haga también el mío.

Voy a hacer como que voy y me presento 
y la beso y después,
si eso, si se tercia,
si se me ocurre algo,
os lo escribo.